sábado, 3 de abril de 2010

*25*



-Foto: arriba izquierda, celebración del cumple de Pei el año pasado en el Copérnico; abajo izquierda, en el Sweet el día que nos concimos; centro, Pei en la Alhambra; arriba derecha, mi graduación; abajo derecha, en el primer San Documentasio-







¡¡¡¡Millones de felicitaciones por el cuarto de siglo Pedro, Pei, Pedrolo, Pedriño!!!!

He estado pensándolo y ya hace más de dos años que nos conocemos.

Me gusta pensar que serán muchos más...

=)







Algunas ciudades, como cajas envueltas bajo árboles de Navidad, encierran inesperados regalos, secretas delicias. Algunas ciudades siempre serán paquetes cerrados, receptáculos de enigmas que jamás resolverán ni notarán los turistas, ni siquiera los viajeros más inquisitivos y persistentes. Para conocer tales ciudades, para desenvolverlas, por decirlo así, hay que nacer en ellas. Así es Venecia. Después de octubre, cuando los vientos del Adriático barren al último norteamericano, incluso al último alemán, llevándoselos y enviando tras ellos su equipaje, otra Venecia emerge: una camarilla de venecianos élégants, frágiles duques que visten chalecos bordados, condesas larguiruchas colgadas del brazo de pálidos y estirados sobrinos: creaciones jamesianas, románticos de D'Annunzio que nunca pensarían en salir de las sombras malvas de sus palacios en un día de verano cuando los extranjeros están en la calle, en salir a dar de comer a las palomas y a pasear bajo las arcadas de la Piazza San Marco y a tomar el té en los salones del Danieli (el Gritti cierra hasta la primavera) y, lo más divertido, a soplar martinis y engullir bocadillos calientes de queso en la acogedora intimidad del Harry's American Bar, el último y reservado abrevadero de las vociferantes hordas del otro lado de los Alpes y de los mares.

Fez es otra ciudad enigmática con doble vida, y Boston otra más: todos sabemos qué misteriosos ritos tribales se celebran al otro lado de las pulcras fachadas y de los arcos de las purpúreas ventanas de Louisburg Square, pero a no ser por lo que han divulgado unos pocos y escogidos literatos bostonianos, no sabemos cuáles son esas ceremonias en clave, ni lo sabremos nunca.

Sin embargo, de todas las ciudades secretas, Nueva Orleans es, a mi juicio, la más celosa de sí, la de realidad más impenetrable a la observación de un extranjero. El predominio de altos muros, follaje oscuro, macizos portones de hierro, ventanas cerradas, túneles de sombra que llevan a exuberantes jardines donde mimosas y camelias contrastan sus colores, y lagartos perezosos, chasqueando sus lenguas ahorquilladas, corren por la fronda de palmeras; todo ello no es un decorado accidental, sino arquitectura deliberadamente urdida para el camouflage, para enmascarar, como en un baile del Mardi Gras, la existencia de los que nacieron para vivir en esos edificios protectores: dos primos, que entre ellos tienen otros cien primos esparcidos por la ciudad, en una maraña de cruzadas relaciones familiares, hablan en voz baja sentados bajo una higuera, junto a la fuente de pausado chorro que refresca su jardín oculto.

Suena un piano. No logro averiguar de dónde viene: dedos fuertes que tocan unas notas sincopadas, que se van afirmando: "I want, I want...". Es un negro, el que canta; es bueno: "I want a mama, a big fat mama, I want a big fat mama with the meat shakin' on her, yeah".




Música para camaleones (Truman Capote)







¡¡Qué emoción verte cantar esta canción a voz en grito en el coche, con los ojos llenos de los recuerdos de tu adolescencia!! Je t'aime

Y en cuanto acabó
de zurcir las heridas de las noches mal dormidas,
llegué yo
y le llené de flores el jergón
para los dos...




Cómo te retumba el pecho,
tranqui, sólo es mi maltrecho corazón,
que se encabrita cuando oye tu voz,
el muy cabrón...


Marea - Corazón de mimbre

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