sábado, 9 de enero de 2010

¡¡¡Este clima polar va a acabar conmigo!!!



-Foto: las vías de la estación de Móstoles-







Con esta temperatura, incluso los sentimientos se congelan...







Nadie puede aportar una buena solución a un problema que no ha entendido







La foto de ayer me hizo pensar en algunas cosas... Creo que es natural que, a la vista de tanto cemento todos los días, en ocasiones, me sienta tan increíblemente sedienta de ver árboles en lugar de antenas (especialmente ahora que, en lugar de desenraizarlos para volver a ponerlos después, han talado todos los árboles de mi calle para ampliar las aceras y, en su lugar, han colocado una especie de palos enclenques y penosos que no creo que merezcan llamarse árboles). Pero, sobre todo, sobre todo, echo de menos ver un horizonte amplio, de esos en los que la vista se pierde sin encontrar ningún final, ningún obstáculo, sólo espacio, sólo amplitud...







Rara vez la miraba yo a la cara. Era el blanco limpio y almidonado de su uniforme de enfermera, la ingrávida armazón de su cofia, el broche sencillo adornado con la Cruz Roja lo que daban reposo a mi mirada y a mi corazón, de vez en cuando agitado, de tambor. ¡Cómo me gustaba poder observar la caída siempre renovada de los pliegues de su uniforme de enfermera! ¿Tendría un cuerpo bajo la tela? Su cara, que iba envejeciendo, y sus manos, huesudas a pesar de todos los cuidados, la descubrían sin embargo como mujer. Pero olores que revelaran una consistencia corpórea como la de mamá, por ejemplo, cuando Jan o aun Matzerah la descubrían ante mí, de ésos no los desprendía la señorita Inge. Olía más bien a jabón y a medicamentos soporíferos. ¡Cuántas veces no me sentí invadir por el sueño, mientras ella auscultaba mi cuerpecito que se suponía enfermo! Un sueño ligero, un sueño surgido de los pliegues de tela blanca, un sueño envuelto en ácido fénico, un sueño sin sueño, a menos que, qué sé yo, que a lo lejos, por ejemplo, su broche fuera agrandándose hasta convertirse en un mar de banderas, en una puesta de sol en los Alpes, en un campo de amapolas, maduro para la revuelta, ¿contra quién?, qué sé yo: pieles rojas, cerezas, sangre de la nariz; contra las crestas de los gallos, o los glóbulos rojos a punto de concentración, hasta que un rojo acaparador de la vista entera se convertía en fondo de una pasión que, entonces como hoy, es tan comprensible como imposible de definir, porque con la palabreja "rojo" nada se ha dicho todavía, y la sangre de la nariz no la define, y el paño de la bandera cambia de color, y si a pesar de todo sólo digo rojo, el rojo no me quiere, vuelve su manto del revés: negro, viene la Bruja Negra, el amarillo me asusta, azul me engaña, azul no lo creo, no me miente, no me hace verde: verde es el ataúd en el que me apaciento, verde me cubre, verde soy yo y, si sol verde, blanco: el blanco me hace negro, el negro me asusta amarillo, el amarillo me engaña azul, el azul no lo quiero verde, el verde florece en rojo, rojo era el broche de la señorita; llevaba una cruz roja y la llevaba, exactamente, en el cuello postizo de su uniforme de enfermera. Pero era raro que yo me atuviera a ésta, la más monocroma de todas las representaciones.




El tambor de hojalata (Günter Grass)







Manu Chao - Siberia

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