lunes, 7 de septiembre de 2009

Mirada



Entonces yo miré abiertamente al rostro de Clare Bayes y, sin conocerla, la vi como alguien que pertenecía ya a mi pasado. Quiero decir como alguien que ya no era de mi presente, como alguien que nos interesó enormemente y dejó de interesarnos o que ya ha muerto, como alguien que fue o a quien un día ya antiguo condenamos a haber sido, tal vez porque ese alguien nos había condenado a nosotros a dejar de ser mucho antes. Aquel vestido escotado que asomaba bajo la toga y que indirectamente había causado tanto estropicio era de otra época, como lo son tantas veces los atuendos de gala en Inglaterra. Y el propio rostro de Clare Bayes era un poco anticuado, con sus labios demasiado gruesos y sus pómulos tan elevados. Pero no era eso. Era que ella miraba también, y me miraba como si me conociera de antiguo, casi como si fuera una de esas figuras devotas y secundarias que pueblan nuestra niñez y que no son capaces, más tarde, de mirarnos como a los adultos detestables que somos, sino que, para nuestra suerte, nos seguirán viendo niños eternamente con su ojo inerte deformado por la memoria. Esa incapacidad bendita se da en las mujeres más que en los hombres, en la medida en que para los hombres los niños son irritantes bosquejos de caballeros, mientras que para las mujeres son seres perfectos destinados a estropearse y embrutecerse, y por eso su retina se esfuerza por guardar la imagen de la deidad transitoria sentenciada a dejar de serlo, y si esa retina no llegó a conocerla, entonces todo el esfuerzo imaginativo que supone siempre tratar con alguien lo vuelcan en la figuración de ese niño que sólo habrán conocido en fotografías o en la estampa dormida del que ya creció, y envejeció acaso, o en los perezosos relatos que el usurpador se habrá aventurado a confiarles sobre una cama, único lugar en el que los hombres se muestran dispuestos a rememorar en voz alta las cosas remotas.

Así me miraba Clare Bayes, como si conociera mi infancia en Madrid y hubiera asistido en mi propia lengua a mis juegos con mis hermanos y a mis miedos nocturnos y a mis peleas estipuladas a la salida del colegio. Y ese verme así de ella me hizo a mí verla de similar manera. He sabido luego _cuando supe de ella_ que en aquellos segundos finales de un minuto que sólo ahora existe, había contemplado ráfagas de su infancia en la India, el gesto pensativo de la niña que no tenía mucho que hacer en aquellas ciudades meridionales y que veía pasar un río guardada por las voces morenas de sirvientes risueños. Yo no sabía que lo estaba viendo (y por tanto quizá me equivoco o miento y no lo estaba viendo y no debo decirlo), pero no puedo dejar de decir que por aquellos ojos oscuros y azules atravesaba ese río brillante y claro en la noche, el río Yamuna o Jumna que atraviesa Delhi, moteado de gabarras rudimentarias que llevan por su corriente cereales, algodón y madera y también piedra, mecido desde las orillas por cantos insignificantes, salpicado por los guijarros que caen desde sus barrancos cuando deja la ciudad atrás, del mismo modo que en mis ojos se dibujaban quizá imágenes madrileñas de la calle de Génova y de Covarrubias y de Miguel Ángel, que ella nunca había pisado ni visto: puede que la imagen de cuatro niños caminando por esas calles con una criada vieja. Y seguramente estaba también allí el enorme puente ferroviario que cruza el río Yamuna a la altura de la ciudad, observado siempre en la distancia y desde el que según le contaba el aya con voz misteriosa cuando estaban solas, se había arrojado más de una pareja de amantes desdichados: el ancho río de aguas azules quebrado por el largo puente de hierros diagonales entrecruzados, la mayor parte del tiempo vacío, en tinieblas, ocioso y difuminado, exactamente con una de esas figuras devotas y secundarias de la niñez que luego se hacen recónditas para reaparecer e iluminarse al cabo del tiempo sólo un instante, cuando son llamadas, y volver a perderse enseguida en la oscuridad de sus existencias ignoradas y conmutables tras haber cumplido su breve servicio o revelado el secreto que de pronto se les exige. Y así sólo existen para que por ellas transite, cada vez que le sea preciso, el niño.


Todas las almas (Javier Marías)

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