jueves, 14 de junio de 2012

El romero acosador o crónicas de un viaje a Córdoba

Hace dos fines de semana, tras una repentina decisión sorpresa de mi padre, toda la familia, a excepción de mi hermana (currante findesemanera), se lió la manta a la cabeza y puso rumbo a Córdoba.

Aunque no sabía si debía esperar demasiado de un viaje familiar por eso de pasar demasiadas horas juntos en el coche, en el hotel y en el universo en general, finalmente resultaron unos días divertidos y de desconexión muy bien recibida.


La Mezquita desde el puente romano


El viernes por la tarde nos dirigimos a tierras andaluzas entre canciones de Nuevo Mester de Juglaría y de Los Bravos (mi padre conducía, mi padre mandaba) y, tras unas cuantas horas de más en el coche debido a unas obras cerca de Despeñaperros, aterrizamos en Córdoba a eso de las 10 de la noche. Nos inscribimos en el hotel, dejamos el equipaje en la habitación y nos pusimos a la búsqueda de un sitio para cenar. Como suele ocurrir en esos casos en que buscas un lugar especial para empezar a tomar contacto, acabamos en el bar más cutre que había en 10 kilómetros a la redonda. Las mesas estaban pegajosas y sucísimas, la carta era más bien escasa y el camarero que nos atendió, además de rancio profundo, se tiró un pedo mientras nos tomaba nota. Así de claro. A lo mejor os creéis que éste es un detalle que he sacado de mi imaginación y he incluido aquí sólo para darle un poco más de gracia a la narración… pero, desgraciadamente, os puedo asegurar que fue MUY real.


Flamenquín y pescaíto frito


Lo único bueno que tenía el dichoso bar eran las excelentes vistas al puente romano y a la Mezquita. Nuestra cena consistió en un poco de pescaíto frito y un flamenquín que, por cierto, me dejó más bien fría porque me lo esperaba más gustoso y era, simplemente, aceitoso y con la carne dura. Dejo constancia aquí de que no juzgo a todos los flamenquines del mundo basándome sólo en ese porque seguro que es que en ese bar revenido los hacían fatal; en el futuro me plantearé darles otra oportunidad, PROMETIDO. Después de cenar, dimos un paseíto para bajar todo el aceitazo que habíamos trasegado y nos marchamos a dormir repletos del cansancio del día de curro y de las horas de viaje que llevábamos encima.


Vista nocturna de la Mezquita desde el puente romano


El sábado por la mañana, tras dar buena cuenta del buffet de desayuno del hotel, de los que me declaro una auténtica fan, nos fuimos directos a visitar la Mezquita. No comentaré nada aquí sobre aspectos relacionados con la historia o el estilo arquitectónico de este precioso edificio porque, si queréis saberlo, podéis consultar cualquier web, enciclopedia o guía de viajes. Simplemente, os ofrezco mi particular visión del lugar. Y esta visión puede resumirse en que, en cuanto pise el interior, pensé inmediatamente: “Elena, has tardado demasiado tiempo en venir aquí”. Aunque había visto millones de fotos de esos magníficos arcos, no me decepcionaron en absoluto. Las intrincadas tallas, el espacio perfecto entre columna y columna, la curiosa convivencia de la edificación árabe con la cristiana… todo te hacía sentir que estabas en un sitio especial del que no podrías olvidarte. Eso sí, me la imaginaba mucho más grande, no sé por qué.


Mezquita



Mezquita



Mezquita



Patio de los Naranjos


Tras la visita a la Mezquita, decidimos pasear por el barrio de la Judería y echar un vistazo a las tiendecillas que se encuentran allí por todas partes, como champiñones. En ese punto del día nos topamos con (en mi opinión) la cara más desagradable de Córdoba: el asedio. Puñados y puñados de mujeres gitanas ofreciéndote romero “para la buena suerte”, metiéndotelo en la cara y poniéndotelo en la mano a la fuerza; hordas de chicas jovencísimas con bebés en brazos, pidiendo dinero a diestro y siniestro, siguiéndote por todas partes y, ya de paso, ojeando sin parar si había algún bolso o bolsillo descuidado. Me pareció, simplemente, agobiante y abrumador. Le quité muchos puntos a Córdoba debido a esto, ya que para mí una de las actividades más placenteras que puedo practicar cuando voy a cualquier sitio nuevo es pasear sin ninguna pretensión y sin destino alguno, y con esta multitud de pedigüeñas alrededor eso se convirtió en misión imposible.


Patio cordobés



Judería


Tras descansar un rato en la plaza de las Tendillas, fuimos dando una vuelta hasta la plaza de la Corredera, donde comimos sin demasiada pena ni gloria una tortilla de patatas tan gruesa como mi gemelo, unas patatas al roquefort y una ensaladita (lo sé, demasiadas patatas). Volvimos a las Tendillas para el “momento sobremesa” de café vs. helado y luego decidimos hacer tiempo hasta la hora en que, según la guía de viajes que había cogido en la biblioteca, abría el Alcázar de los Reyes Cristianos. Con esa intención, nos dedicamos a recorrer toda la zona de la Judería que no habíamos visto por la mañana, incluidas las plazas de Juda Leví y de Maimónides, la sinagoga y el zoco.

Sinagoga



Plaza de Maimónides


Cuando, al fin, nos plantamos ante la puerta del Alcázar, descubrimos que mi guía no estaba demasiado actualizada y que tendríamos que esperar hasta la mañana siguiente para visitarlo porque los sábados por la tarde cerraba. Por tanto, quisimos terminar la tarde visitando la “afamadísima” Calleja de las Flores, un lugar que tardamos como hora y media en encontrar y que resultó ser bastante decepcionante: una callecita estrecha con las paredes cubiertas de macetas con flores (vamos, que el nombre no engañaba, era justo lo que prometía).

Calleja de las Flores


Así que, con las mismas, nos volvimos al hotel para descansar unas horas y después nos regalamos una cena de señores en un wok cercano, del que salimos casi rodando cual toneles repletos.


Plaza de las Tendillas



Plaza de la Corredera


El plan del día siguiente, domingo, era visitar Medina Azahara por la mañana y luego poner ya rumbo a tierras madrileñas de nuevo, pero tuvimos que hacer un reajuste debido a la metedura de pata de mi guía y, por tanto, nos dedicamos a visitar el famoso Alcázar de los Reyes Cristianos. Para ser sinceros y, tras haber visitado los Reales Alcázares de Sevilla y la Alhambra de Granada, este monumento me dejó más bien fría. El interior está prácticamente vacío y los jardines, llenos de fuentes y arriates de flores, me parecieron más bien del montón, sin nada destacable. Lo único que juzgué realmente entretenido y que, claramente, marcaba la diferencia con otros lugares parecidos que había visitado antes, fueron las torres, a las que podía accederse mediante unas escaleras de caracol geniales y que ofrecían unas vistas maravillosas de toda la ciudad.


Jardines del Alcázar



Alcázar



Jardines del Alcázar



Jardines del Alcázar


Como despedida de la ciudad, entramos en una tienda de productos típicos para hacernos con una botellita de vino de Montilla y, con las mismas, tomamos camino hacia el hogar, donde finalmente echamos el ancla 5 horas más tarde, agotados pero felices.

¡¡Hasta pronto, Córdoba!!